El día había comenzado con una inusual tranquilidad. El sol bañaba los jardines con una luz dorada, y el aire estaba tibio, perfumado con lavanda. Samara caminaba con los mellizos en brazos por la terraza, descalza, tarareando una melodía que Lucca le había enseñado. Cada tanto, se detenía para que los niños pudieran tocar las hojas, reírse con los rayos del sol o balbucear palabras que apenas eran sonidos.
Lucca los observaba desde la puerta. Su mundo —tan fragmentado y caótico por años— tenía ahora una forma. La forma de una familia.
Pero la calma perfecta tiene una cualidad extraña: muchas veces, antecede a la tormenta.
Todo comenzó con una llamada. Alfred, siempre tan comedido, se mostró nervioso. El gesto, la respiración entrecortada. Sostenía el teléfono con rigidez, como si sujetara una bomba.
—Lucca... Es Margot.
Lucca frunció el ceño.
—¿Qué pasa con ella?
—No fue ella. Fue alguien que trabajó con ella en el pasado. Dice que alguien irrumpió en la casa de recuperación donde es