La mañana se alzó sobre la ciudad con un sol tímido, colándose a través de las cortinas translúcidas del apartamento donde Lucca y Samara comenzaban a adaptarse a su nueva realidad. Era un amanecer cargado de una calma que parecía casi irreverente frente al torbellino de emociones que aún bullía en sus corazones. Los primeros rayos de luz acariciaban con suavidad los rostros exhaustos de las dos mujeres y los pequeños cuerpos dormidos de los bebés que yacían en sus brazos como tesoros frágiles y milagrosos.
El apartamento, un pequeño refugio en el centro de la ciudad, había cambiado de atmósfera. Las paredes, habitualmente silenciosas, ahora vibraban con una mezcla de amor, miedo, esperanza y una tristeza soterrada. La sala estaba dispersa con los restos de la noche anterior: pañales, botellas, mantas desordenadas y juguetes de colores. Sin embargo, ningún desorden físico podía compararse con el caos interno que ambas sentían.
Samara estaba recostada, con la mirada perdida en el techo