El cielo amaneció sin nubes. Después de semanas de tormenta —externa e interna—, el aire estaba más limpio, más suave. La luz acariciaba los árboles del jardín con una calidez inusual, como si la tierra respirara de nuevo, libre de peso.
Samara lo notó al despertar.
El silencio en la casa ya no era tenso ni expectante. Era pleno. Solo roto por los gorjeos tempranos de los bebés desde la habitación contigua. Se sentó en la cama y se permitió una sonrisa. Lenta. Sincera.
Lucca dormía aún, con el rostro relajado, una mano extendida en dirección a ella, como si incluso en sueños buscara su presencia.
Había algo sagrado en esa imagen. Algo que le recordó que todo el dolor vivido no había sido en vano. Que habían atravesado el fuego... y no solo habían sobrevivido, sino que lo habían vencido.
Zyan estaba muerto.
Su cuerpo fue hallado por las autoridades tras la llamada anónima de Alfred. No había más que rastrear. No había cabos sueltos. No había amenazas que pesaran sobre sus cabezas. Por