Sídney llegó al hospital con el rostro pálido, los labios secos y un malestar que la atravesaba de pies a cabeza.
Su corazón latía con desesperación, no solo por el dolor físico que ya se gestaba en su vientre, sino también por la tormenta emocional que la consumía desde que había visto a Barry.
Ese encuentro había removido recuerdos, culpas y miedos que prefería mantener enterrados.
Apenas cruzó la puerta de urgencias, un dolor agudo y brutal la golpeó como un rayo, arrancándole un grito desgarrador.
En ese instante, su fuente se rompió. El líquido caliente corrió por sus piernas y, con ello, la certeza de que el momento había llegado.
Las enfermeras reaccionaron de inmediato.
Varias de ellas corrieron hacia Sídney, la sostuvieron de los brazos, la acomodaron con cuidado y la llevaron en una camilla hacia la sala de partos.
El cuerpo de la joven temblaba sin control; no sabía si de miedo, de dolor o de ambas cosas.
El aire se sentía demasiado frío, las luces del hospital demasiado int