Travis observó la escena desde la penumbra del salón con el estómago hecho un nudo.
La rabia le quemaba las venas, pero también sentía un filo de temor que no sabía nombrar; ver a su exesposa sentada frente a ese hombre —un tipo con fama de depravado y sin escrúpulos— le producía una mezcla de furia y vértigo.
No soportaba la idea de que la miraran así, de que la conversación entre ambos tuviera esa familiaridad que a él le arañaba el orgullo.
Sídney, impasible, llevó la conversación por el terreno de los negocios con la precisión de quien conoce el tablero y las piezas.
Sus palabras eran afiladas, cada frase calculada:
—Sé que su abuelo quiere vender las acciones de su petrolera en el Mediterráneo —explicó ella con voz fría—, y Australia Evans está interesada. Puede ofrecer una propuesta que convenga a todas las partes.
Él sonrió con condescendencia, haciendo el gesto de un hombre acostumbrado a comprar voluntades.
—La petrolera Lyngton no es la única interesada, señorita Shepard —re