Humberto y las mujeres fueron arrestados. Mientras los oficiales los escoltaban fuera del restaurante, los gritos de las mujeres resonaban en el aire como un eco desesperado.
Humberto, con el rostro desencajado, suplicaba una y otra vez su inocencia, aferrándose a la posibilidad de que su teatro de víctima lograra conmover a alguien. Pero nadie lo escuchó.
La patrulla los esperaba con las puertas abiertas, listas para tragárselos y llevarlos a la comisaría.
La madre de Briana comprendió que era el final del juego. Entre sollozos, tomó una decisión.
—Soy la responsable —dijo con voz entrecortada—. Yo decidí robar la tarjeta. Por favor, ellos son inocentes.
Humberto y Briana, desesperados, asintieron con rapidez, aferrándose a su coartada.
—Sí, sí. Pensamos que Victoria nos había invitado, pero… al final, ella no pudo venir.
Giancarlo los observaba desde la habitación de espejo, el reflejo de su rostro era un lienzo de absoluta frialdad. No pronunció palabra alguna.
En su mente, aún reso