Giancarlo y Roma regresaron a casa cuando el sol ya casi se había ocultado en el horizonte.
El viento nocturno soplaba con una calma inquietante, y el eco de sus pasos resonaba en el amplio recibidor de la mansión. Roma se deshizo del abrigo con un suspiro cansado.
—¿Cómo está Tory? —preguntó—. ¿Ya cenó?
La empleada que la recibió en la entrada bajó la mirada, su expresión denotaba incomodidad.
—Señora… la niña no ha vuelto de la escuela.
Un silencio denso se instaló en la habitación.
Roma y Giancarlo intercambiaron miradas de desconcierto.
Él frunció el ceño y sacó su teléfono de inmediato, revisando sus notificaciones. Su mandíbula se tensó cuando vio los mensajes de transacciones bancarias.
—Esta niña… —su voz cargaba una mezcla de irritación y sorpresa—. Parece que se fue de compras.
Roma se acercó para mirar la pantalla, y al ver la cantidad de dinero que se había gastado, sus ojos se entrecerraron con desconfianza.
—¡Roma, mira cuánto gastó! Le dije que podía comprar lo que quisi