Carla y Carmen entraron rápidamente a la casa, el aire pesado de la tensión que envolvía cada palabra.
—¡Sube ahora mismo, Carla! —ordenó Carmen, su voz fría y dura, como una condena inapelable.
—Pero, mamá, tengo miedo… ¿Y si Giancarlo me rechaza? Sabes que él es muy peligroso —las palabras salieron de sus labios, pero el temor que las acompañaba era evidente, el nudo en su garganta casi lo ahogaba.
Carmen la miró con ojos penetrantes, con la expresión endurecida por años de lucha, de sacrificios.
—¡No pienses en eso! Tienes que meterte en su cama, es lo único que te queda. Los hombres, Carla, solo piensan con lo que tienen entre las piernas. Si no te acuestas con él y te conviertes en la madrastra de tus sobrinos, entonces, ¿cómo vas a impedir que esa m*****a de Roma nos deje sin dinero? —la furia en su voz hacía que cada palabra fuera más venenosa.
Carla intentó apartar el miedo que le invadía el pecho, pero la sombra de la duda la estaba ahogando.
—No. No la dejaré. —su voz temblab