Cuando Roma y Giancarlo terminaron de acostar a los niños, el aire de la noche parecía suspenderse en un latido compartido.
Giancarlo la tomó en sus brazos, sintiendo el peso delicado de su cuerpo, y la llevó hasta la habitación como si fuera lo más precioso del mundo.
Su respiración estaba agitada, casi como si el tiempo hubiera comenzado a ralentizarse al tocarla.
La depositó suavemente en la cama, y por un instante, ambos se quedaron en silencio, sus miradas fusionadas en una conexión tan intensa que ni las palabras parecían necesarias.
Giancarlo no pudo evitar admirar el rostro de Roma, su piel brillante a la luz tenue, los ojos profundos que ahora lo miraban con una mezcla de deseo y vulnerabilidad.
Levemente, su aliento se aceleró cuando ella asintió, confirmando lo que él ya sabía.
—Roma… ¿Te gustó la sorpresa? —su voz era suave, pero cargada de una intensidad contenida.
Roma asintió sin palabras, sus ojos brillando con gratitud.
Antes de que pudiera decir algo más, él la acercó