—¡Fui un maldito idiota…! —Alonzo murmuró con la voz rota, temblorosa, como si su mundo entero se estuviera desmoronando—. ¡Fui engañado, Roma! Esa mujer me mintió, nos tendió una cruel trampa.
Su pecho subía y bajaba con respiraciones agitadas, y en su mirada desesperada se reflejaba un dolor que ni siquiera él podía comprender del todo.
Pero Roma no sintió compasión. No está vez.
El silencio se extendió entre ellos como un abismo imposible de cruzar.
Un silencio pesado, hiriente, más filoso que cualquier navaja.
Roma lo miró con los ojos llenos de lágrimas contenidas, con la rabia sofocándole la garganta.
—No, Alonzo… —su voz fue un susurro envenenado—. No te atrevas a decir que eres inocente. Tú elegiste creer en Kristal.
El hombre dio un paso hacia ella, con las manos extendidas, suplicantes.
—Roma, yo…
—¡No te atrevas! —lo interrumpió ella, dando un paso atrás como si él fuera un veneno mortal—. Elegiste rechazar a tu propio hijo. Cuando Benjamín estaba enfermo, cuando más te nece