Mateo besó a Beth con ternura, como si ese gesto fuera lo único que pudiera salvarla.
—Por favor, no te mueras, te lo prohíbo. Te quiero a mi lado, siempre a mi lado, Beth... No puedo vivir sin ti. —susurró, su voz quebrada por la angustia.
Ella, agotada por el dolor y la fiebre, cerró los ojos lentamente, incapaz de responder, y cayó en un sueño profundo.
Mateo, al ver su rostro sereno, pero pálido, sintió un nudo en la garganta.
A pesar de su esfuerzo por ser fuerte, las lágrimas comenzaron a brotar sin poder detenerlas.
Era una tormenta de dolor, desesperación y miedo, todo en uno.
Salió de la habitación, tratando de no hacer ruido, como si el menor movimiento pudiera romper el frágil equilibrio que aún mantenía entre ellos. Se acercó a la ventana, su vista fija en el horizonte, pero sin ver nada más que sombras.
Las lágrimas caían por su rostro, y no pudo evitar pensar en lo que había hecho, en lo que había causado.
—Madre... —murmuró, entre sollozos. La voz de Roma, suave, pero fi