La recepción de bodas había terminado. Los invitados se marchaban poco a poco, dejando tras de sí un eco de risas y buenos deseos.
La noche avanzaba, y el aire aún conservaba la calidez de la celebración.
Roma y Giancarlo se agacharon para despedirse de los niños.
—Pequeños, pórtense muy bien con tía Corina —dijo Roma con dulzura, acariciando el cabello de sus hijos—. Papá y mamá volverán en unos días.
Mateo frunció el ceño, con esa expresión de niño que tramaba algo.
—Pero, mami, cuando estén de viaje... ¿Pueden llamar a la cigüeña? —exclamó con inocente entusiasmo—. ¡Queremos un quinto bueno! ¡Queremos un hermanito!
Roma se quedó de piedra.
Giancarlo soltó una carcajada profunda, y hasta Corina se llevó una mano a la boca para contener la risa.
—¡Sí, queremos un hermanito! —se unieron al instante Matías y Aria, asintiendo con energía.
Roma suspiró, entre divertida y desconcertada, y los atrajo hacia su pecho en un abrazo cálido.
—Pequeños traviesos... lo hablaremos después. Por ahora