Días después
Giancarlo ajustó los puños de su camisa mientras caminaba por los pasillos de la empresa Wang.
Sus pasos eran firmes, resonando como un martillo en el mármol.
Cuando Alonzo Wang entró en la sala de juntas, lo hizo con una sonrisa en la cara, pero había tensión detrás de sus ojos.
—Señor Savelli, un placer tenerlo aquí —dijo Alonzo, con un tono que trataba de ocultar el recelo.
Giancarlo no respondió de inmediato.
Lo observó con un desprecio que no se molestó en disimular.
«Qué mediocridad, Alonzo», pensó Giancarlo mientras tomaba asiento en la cabecera de la mesa, usurpando sin esfuerzo el lugar del anfitrión.
«Dejaste escapar un diamante. Y ahora, Roma será la encargada de hundirte. El universo, al fin, te pone en tu sitio».
—Comencemos, caballeros —dijo, rompiendo el incómodo silencio.
Mientras hablaba, todos los ojos estaban sobre él. Giancarlo, con su imponente presencia y voz controlada, emanaba poder.
—Como saben, Wang Enterprise enfrenta una época de crisis. Hasta a