—¡No me voy a divorciar, madre! ¡No voy a perder a Fernanda, la voy a recuperar, aunque me cueste lo que me cueste!
Roma lo miró con sorpresa, incapaz de ocultar el miedo que sentía. Los ojos de su hijo reflejaban una determinación que no podía comprender. ¿Cómo podía estar tan seguro de algo tan destructivo?
—¿Y cómo lo harás? —preguntó Roma, su voz temblando con la preocupación—. Ella ya no te quiere, no insistas. Déjala ir, por favor.
Matías no vaciló ni un segundo. Su rabia y su dolor eran palpables, como si el aire mismo estuviera cargado de electricidad.
—No lo haré, ni por ti, ni por nadie. Quiero a Fernanda, madre. Yo estoy enamorándome de ella… ¡Y no la voy a perder!
Roma no supo qué responder. Se quedó en silencio, mirando la fuerza con la que su hijo defendía, algo que, para ella, ya era imposible de salvar.
Matías se alejó dejando a su madre aún sorprendida por su actuar.
—¿Crees que lograré ser feliz, Giancarlo? —Roma lo miró a los ojos, sus palabras saliendo casi en un su