—¡No importa, cariño! Incluso si lo hiciste, te voy a defender. ¡Nadie te hará daño otra vez, ni siquiera yo! —exclamó Alonzo con una firmeza que sorprendió a todos.
Roma lo miró como si hubiese perdido la razón.
—¡Yo no le hice daño a la loca de Kristal! —gritó, exasperada—. ¡Ella misma se lanzó al auto!
—¡Mentirosa! Eso es imposible —insistió Eugenia, con la furia pintada en sus arrugas.
Roma apretó los puños. ¿Cómo era posible que todavía la acusaran?
Kristal había elegido su propio destino.
De pronto, un silencio pesado cayó sobre el pasillo del hospital. Una presencia imponente se hizo notar.
—¿Qué está pasando aquí?
La voz profunda y autoritaria de Giancarlo Savelli resonó como un trueno, atrayendo la mirada de todos.
Roma sintió un impulso de correr hacia él, de refugiarse en sus brazos, pero se contuvo.
No podía mostrar la verdad. No, ahora, solo debía esperar un poco más.
—Señor Savelli, ¡ayude a mi familia! —exclamó Eugenia con lágrimas de cocodrilo—. ¡Esta mujer intentó mata