—¡Alonzo, detente! —gritó Eugenia desesperada, abalanzándose sobre su hijo—. ¡Está embarazada! ¡Matarás al bebé, matarás a tu propio hijo!
Las palabras de su madre cayeron sobre él como un balde de agua helada.
La furia que lo cegaba se disipó por un instante, y sus manos se abrieron, soltando el cuello de Kristal.
Ella se desplomó en la cama, jadeando, llevándose ambas manos a la garganta mientras tosía violentamente.
Alonzo dio un paso atrás, respirando agitadamente. Su corazón latía con una furia incontrolable, su pecho subía y bajaba como el de un animal salvaje a punto de atacar de nuevo.
Kristal, al recuperar un poco el aire, comenzó a sollozar, sus lágrimas resbalaban por su rostro con una mezcla de rabia y desesperación.
—¡Soy inocente, Alonzo! —gimió con voz entrecortada—. Yo jamás te haría daño, ¡todo esto es una trampa!
La expresión del hombre se endureció.
Una carcajada seca y carente de alegría salió de su garganta.
—¡Cállate! —rugió con una intensidad que hizo que incluso