Al día siguiente.
Roma caminaba lentamente entre las lápidas, su respiración pesada y sus ojos hinchados de tanto llorar.
El aire frío del cementerio parecía atravesarle el alma, pero nada era comparable al dolor que sentía en ese momento.
Frente a ella, un grupo de hombres preparaba todo para exhumar los restos de su hijo, Benjamín.
Ver aquellas herramientas y cómo removían la tierra sobre la tumba que había visitado tantas veces era como arrancarle el corazón con las manos.
«Lo siento, Benjamín… perdóname, hijo mío», pensó con un nudo en la garganta mientras las lágrimas rodaban por su rostro.
Su pecho se contrajo, casi como si no pudiera respirar del dolor.
«Pero mamá tiene que demostrar la verdad. Alonzo tiene que enfrentar sus errores. ¡Perdóname por esto! Tú no pediste venir al mundo, y mucho menos que te diera un padre como él. Fui yo… yo, quien eligió mal. Le di mi amor de un hombre que nunca debí amar».
Su cuerpo temblaba, y por un momento pensó que no sería capaz de manteners