«Años atrás
Giancarlo estaba en aquel bar, sentado junto a un socio con una copa de whisky en la mano.
La conversación había terminado, y el hombre frente a él sonreía satisfecho.
—Bien, señor Savelli, ha sido un placer cerrar este trato con usted. Espero que esta sea la primera de muchas colaboraciones.
Giancarlo asintió con una sonrisa mínima.
Cuando el hombre se marchó, tomó un último sorbo, sintiendo el ardor familiar en su garganta.
Miró el reloj. Era tarde. Debería regresar a casa.
Fue en ese momento que los vio.
Dos hombres caminaban por el pasillo, arrastrando a una mujer. Roma Wang.
Aunque apenas la conocía, su rostro era inconfundible. Había algo en su postura desmadejada, en la manera en que su cabeza colgaba, que lo detuvo.
«No es mi problema», pensó Giancarlo, apretando los dientes.
Pero por mucho que intentó ignorarlo, algo en su interior no lo dejó. Una furia helada comenzó a treparle por el pecho. Nadie tiene derecho a hacerle eso a una mujer, y menos frente a mí.