La puerta se abrió con un suspiro cansado. Edward entró arrastrando los pies, la corbata deshecha y una carpeta arrugada bajo el brazo. Sabrina emergió de la cocina, secándose las manos en el delantal. Detrás de ella, Laura —sus rizos castaños desordenados y una muñeca de trapo en la mano— corrió hacia él con toda la energía que podía reunir.
—¡Edd! ¡Mira cómo dibujé a Lulú! —Mostró un garabato de crayón donde se adivinaba un perro verde con tres patas.
Edward acarició su cabeza con ternura, pero su mirada buscó a Ana, su otra cuñada, quién estaba agazapada en el sofá entre libros de química.
—Hola, Edd —murmuró ella sin levantar la vista, marcando un párrafo con fluorescente rosa.
De la carpeta, Edward extrajo folletos con logos de clínicas extranjeras y locales, los extendió hacia Sabrina.
—Son para Laura… centros especializados en su tipo de tumor —explicó, mordiendo la mejilla por dentro para contener la emoción.
Sabrina recorrió los papeles con los dedos temblorosos. De