En la mente de Esteban habían aparecido fragmentos de imágenes dispersas, unas tan reales como irreales, que no lograba distinguir si correspondían a recuerdos o sueños. Lo único que sabía era que, en muchas ocasiones, nadie había osado acercarse a él, y su mundo siempre había estado en soledad.
Frente a él estaba aquella chica de piel nívea, con unos ojos húmedos que no parpadeaban, y su cabello largo y púrpura—aunque parecía una locura—resultaba sorprendentemente hermoso.
Esteban le acarició la mejilla suavemente y preguntó:
—¿No me temías?
Serena temblaba.
Claro que tenía miedo.
En ese momento, los ojos de Esteban estaban fríos, como si tras su fachada humana habitara un espectro. Ted le había advertido con sutileza sobre mantener distancia de él, porque en ese estado podría hacer cualquier cosa, incluso quitársela la vida.
Sin embargo, esa noche Esteban no quería morir ni quería arrastrarla hacia la muerte.
En su desolado mundo se había introducido una zorrita hermosa, y él solo q