Tras días agotadores de cuidados intensivos a Anderson, donde las horas parecían estirarse, Mayra se proponía a abandonar el edificio médico, sintiendo el cansancio como una manta de plomo. Sus ojos, enrojecidos por la falta de sueño y las lágrimas silenciosas que había derramado en la soledad de los pasillos vacíos, apenas podían mantenerse abiertos mientras arrastraba sus pasos por el corredor principal. La preocupación por la salud de Anderson había consumido cada partícula de su energía, dejándola completamente exhausta física y emocionalmente. Sin embargo, justo cuando divisaba la salida que prometía un breve respiro de aquella pesadilla, fue interceptada en el pasillo por dos oficiales que se plantaron frente a ella.—Señorita Pérez, debe acompañarnos inmediatamente a la delegación —anunció uno de ellos con voz autoritaria que resonó en el pasillo, atrayendo miradas curiosas de enfermeras y visitantes que pasaban cerca del incómodo encuentro.—¿Yo? —completamente desconc
Un hombre que fue detenido como sospechoso del manoseo al coche de Anderson, declaró que Mayra Pérez lo contrató para aquel trabajo. Sus palabras, pronunciadas resonaron en la sala de interrogatorios mientras los oficiales tomaban notas de cada detalle que pudiera incriminar a la mujer. Incluso, cuando se la presentaron junto a otras detenidas mediante un procedimiento estándar de reconocimiento, a través de un cristal polarizado donde solo él podía verla mientras ella permanecía ignorante de su escrutinio, señaló a Mayra sin titubeos como principal gestora de atentar contra la vida de Anderson Valencia, —¿Cuánto te están pagando para difamar a una mujer inocente? —Cuestionó Sebastián con voz ronca mientras se acercaba amenazante a ese hombre cuyo rostro denotaba temor. Sus pasos retumbaban en el suelo de aquel recinto policial.—Nadie me está pagando, caballero, simplemente estoy manifestando lo que en verdad ocurrió. Esa mujer que usted parece defender…La grande mano de Seb
Por petición de Mayra, Marina se había quedado al cuidado de Anderson, lo que despertó los celos irracionales de Sebastián, porque no toleraba, bajo ninguna circunstancia concebible, que nadie más que no fuera él, fuese cuidado por su esposa. La situación le resultaba insoportable, como una espina clavada en lo más profundo de su ser. Estaba tan molesto e interiormente perturbado con ella, que decidió salir a tomar un café para intentar aplacar la frustración y la rabia que le generaba la decisión de su esposa de quedarse al cuidado de ese hombre, cuando no era nada suyo, ni familiar, ni amigo de años, simplemente el ex de la mejor amiga. Las calles parecían un laberinto mientras caminaba sin rumbo fijo, pensando en cómo había llegado a este punto, cuestionándose en qué momento ella se convirtió en el centro de su vida. Estuvo un instante en la cafetería, hasta que decidió salir de ese sitio y regresar al hospital.Al regresar, después de una ausencia considerable, encontró u
En el auto, Marina agarró con delicadeza las manos cálidas de Sebastián que tocaban su rostro sonrojado, el cual había sido maltratado por la fuerte presión de Pablo minutos atrás. La marca rojiza en su mejilla izquierda comenzaba a tornarse morada. Pero ella no sentía dolor físico en ese momento, porque su pecho agitado se había reconfortado viendo cómo su esposo, aquel hombre que había jurado odiarla hasta el último día de su vida, la defendía con fiereza de aquel patán despreciable que había osado lastimarla. La sensación de seguridad que la envolvía ahora era como un manto cálido que disipaba cualquier malestar corporal, transformándolo en una calma que solo aparecía cuando se sentía verdaderamente protegida entre sus brazos, los mismos que momentos antes habían sido instrumentos de justicia contra Pablo.Por un segundo fugaz e intenso sintió pavor de cómo Sebastián golpeaba con violencia desmedida a ese hombre, como un animal salvaje liberado de sus cadenas, golpeando una
Aunque Mayra tenía razones de sobra para asesinarlo, Anderson sabía que ella no era capaz de hacer tal cosa. A pesar de las evidencias contra ella, él mantenía su fe ciega en su inocencia. Una vez dudó, y no volvería a cometer el mismo error. Conocía muy bien a su esposa. Desde que ella tenía diecisiete años y sus ojos brillaban con la inocencia de quien apenas comienza a descubrir el mundo, compartió momentos de tristeza desgarradora, desdicha aplastante y felicidad desbordante que marcaron cada capítulo de su historia común. A través de las adversidades y triunfos, había aprendido a reconocer sus virtudes más nobles y sus defectos más humanos, catalogándolos en su mente como un bibliotecario que organiza manuscritos preciosos. Nadie más que él la conocía mejor; y si algo sabía era que su esposa jamás mataría ni una mosca indefensa, mucho menos atentaría contra la vida del hombre que, a pesar de sus problemas, había sido el centro de su universo.—No voy a creer en tus menti
Los médicos llegaron. Sin perder un segundo decidieron administrar una nueva dosis de sedantes potentes que sumergieron al paciente en un sueño profundo y necesario.Con voz autoritaria el médico jefe, decretó la prohibición absoluta de visitas hasta que el paciente mostrara signos de mejoría. Marina, con el corazón martilleándole contra el pecho y la respiración entrecortada por el pánico que sentía, abandonó la habitación. Sus pasos resonaron como truenos lejanos en el suelo mientras corría desesperadamente hacia la salida del hospital, esquivando enfermeras atareadas y pacientes que deambulaban por los pasillos. El sudor frío perlaba su frente mientras la angustia le atenazaba la garganta, impidiéndole respirar con normalidad. Su único objetivo era obtener información sobre el paradero de Mayra. La incertidumbre sobre su destino creaba un vacío doloroso en su estómago, y cada segundo de desconocimiento era como una aguja clavándose en su conciencia.Sebastián la alcanzó a
—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Sebastián una vez que estuvieron en su vehículo, alejándose rápidamente del hospitalario antes de que alguien notara la ausencia del paciente y diera la alarma. —Continúa por ahí —señaló Anderson con voz débil, mientras extraía del bolsillo de su chaqueta un frasco de pastillas para el dolor que la enfermera, en un último gesto le había proporcionado antes de despedirse. Con manos temblorosas, logró abrir el recipiente y tragó dos comprimidos sin agua, esperando que aliviaran pronto el dolor que sentía en cada uno de sus huesos maltratados. —Ahora me tomas como tu chófer —reprochó con un tono que mezclaba irritación y resignación, mientras seguía las indicaciones de Anderson y giraba en la dirección señalada. —Señor Arteaga, créame que, si pudiera manejar, tomaría el volante y no iría a esta lentitud —replicó Anderson con una sombra de humor negro en su voz quebrada, enfatizando que la situación actual no era precisamente su elección prefer
Anderson apretó a su hermano, las lágrimas cayeron abundantes y sin control como gotas de agua helada en el más crudo invierno. Era su hermano, su propia sangre, aunque desde la adolescencia no había existido una buena relación entre ellos, lo amaba, lo quería con esa intensidad inexplicable que solo puede sentirse por un hermano menor. Ese vínculo invisible que, pese a los años de distancia y rencores, permanecía intacto, recordándole que, sin importar las circunstancias, seguían siendo familia. Los recuerdos de su infancia compartida inundaban su mente: tardes de juegos, secretos susurrados bajo las sábanas durante noches de tormenta, promesas infantiles de protección que ahora se desvanecían. El tiempo había pasado entre disputas y silencios prolongados, pero en ese instante, todo quedaba reducido a la esencia más pura del amor que nunca había desaparecido realmente.Le dolía verlo así, desangrándose lentamente, sin un atisbo de vida en aquella mirada que alguna vez brilló