El amanecer en la isla llegó húmedo y gris, con un viento frío que se colaba por los ventanales y hacía crujir la madera. La luz entraba en franjas débiles, como si también estuviera cansada. Julieta despertó con la cabeza pesada, la garganta ardiendo y el cuerpo tiritando. El recuerdo de la lluvia anterior era ahora una condena; cada gota que había sentido sobre su piel parecía transformarse en fiebre.
Se incorporó con dificultad, pero el mareo la obligó a recostarse de nuevo. Sentía el camisón pegado, la piel sudorosa, los labios secos. Su vientre pesaba más de lo normal, como si también él estuviera agotado.
La puerta se abrió con cuidado.
—Julieta… —Kenji entró despacio, con un vaso de agua y un termómetro en la mano. —No te ves bien.
—No necesito nada. —Murmuró ella con voz apagada, apartando la mirada hacia la ventana. El gris del mar la hipnotizaba.
Kenji avanzó unos pasos.
—Tienes fiebre, déjame atenderte.
—No… —Su protesta fue débil, apenas un hilo de voz. No tenía fue