TIFFANY GARDNER
Entré a la casa con la sutileza de una ninja.
O eso creía yo.
Cerré la puerta despacio, con el alma conteniendo la sonrisa tonta que aún tenía pegada a los labios.
Mi corazón seguía latiendo como si aún estuviera con él.
Con Oliver.
El aire de la casa estaba en calma.
Todo a oscuras.
Ni un ruido.
Perfecto.
Pero cuando pasé frente al salón, una voz emergió de las sombras:
—¿Y ese beso?
Solté un grito ahogado y me llevé una mano al pecho.
—¡¿Ethan, estás loco?! ¡¿Qué haces ahí sentado a oscuras como un psicópata?! ¡Casi me matas!
Él se levantó del sillón como si llevara horas en guardia.
—Yo sabía que te ibas a besar con él. Lo sabía. Lo vi en tus ojos, lo vi en la forma en que te arreglaste. ¡Ese perfume no era para salir a respirar aire!
—¡Tú estás enfermo! —protesté, intentando pasar de largo.— Él no me besó
Pero me bloqueó el paso como un perro guardián en pantuflas.
—¿y qué fue lo que acabo de ver?
—¡No es asunto tuyo!
—¡Sí lo es!
—¡No lo es!
—¡Tus mejillas están ro