El sol de la tarde caía sobre el jardín infantil, bañando de luz los columpios y la fuente central. Erick jugaba como siempre, con su osito colgando de la mano y la capa roja que insistía en usar “porque los superhéroes siempre llevan una”, decía. La educadora lo observaba desde la banca mientras revisaba el celular y miraba a los otros niños jugar a su alrededor. La rutina era la misma de cada día: una hora de juego y una hora de estudios antes de que su madre fuera por él al jardín.
No lo vieron llegar.
Marcus vestía de forma impecable: camisa blanca, lentes oscuros y una sonrisa pulida. En sus manos traía una pequeña caja de chocolates y una foto cuidadosamente plastificada: su boda con Lissandra. Se presentó en la entrada lateral del jardín, donde uno de los guardias que custodiaba la entrada para que ningún niño saliera lo atendió. Marcus habló con una calma aterradora.
—Vine por mi hijo —dijo, levantando la foto—. Su madre y yo estuvimos casados. Ella tuvo que salir de emergenc