Hatsú caminaba al lado de Max por el bulevar del Mirador. La vista era preciosa a esa altura. Cuando escapó de La Orden, se fue hacia el suroeste y terminó en ese pequeño pueblo metido en la sierra. Desde donde estaba, se podía apreciar la montaña y al fondo, el mar; era una vista espectacular. A pesar de la oscuridad, ella podía ver con perfecta claridad la luna iluminar las estelas blancas que dejaban las olas en el horizonte.
Allí en el bulevar había pequeños restaurantes al aire libre y al final de la carretera, hacia donde Max se dirigía, varios autos rústicos de jóvenes que ponían música a fuerte volumen. El chico parecía incómodo con su silencio y de tanto en tanto volteaba a verla, Hatsú desviaba la mirada, avergonzada. No sabía cómo llenar el silencio.
—¡Mira, allá están los chicos! Hum, escúchame —dijo Max, girando para verla a los ojos y con tono serio continuó—: si por alguna razón te sientes incómoda o deseas irte, me avisas ¿sí?
Hatsú levantó la cara, lo miró fugazme