Lorna intentó detenerlo, pero Sergio la empujó con tal fuerza que casi la derriba.
—¡No me toques! —rugió, los ojos llenos de odio y un dolor que ya no sabía cómo contener—. ¡Esto es tu culpa, Lorna! ¡Tú me condenaste!
Ella se tambaleó hacia atrás, sin atreverse a replicar. Bajó la mirada con el alma hecha trizas.
—Nos condenamos, Sergio... —murmuró apenas, pero él ya no la escuchaba.
Sergio se encerró en su despacho y, cuando la puerta se cerró con estruendo, el silencio que quedó fue aún más atronador.
Lorna sintió una punzada en el pecho, pero no tenía tiempo de flaquear. Subió corriendo por las escaleras hasta llegar a la habitación de Ariana.
Al entrar, los ojos de ambas se encontraron. Había electricidad en el aire, tensión acumulada, un odio mutuo que ardía en silencio.
—¿Por qué no dejas a mi hombre en paz? —espetó Lorna, cruzando los brazos—. No te ama. Ahora me ama a mí. Me desea.
Ariana la miró con un desprecio tan puro que parecía capaz de incendiarla.
—Entonces, quédatelo.