—¡¿A dónde crees que vas, Ariana?! —bramó Sergio, su voz rompiendo el aire como un trueno en medio de una tormenta.
La alcanzó en un segundo. La tomó con fuerza, alzándola como si fuese su posesión más preciada... o su prisionera más odiada.
Ariana forcejeó, pataleó, gritó. Pero no pudo escapar. Él era más fuerte, más grande, y estaba cegado por una furia irracional que lo volvía imparable.
Lorna observó la escena desde el umbral, paralizada. Maldijo por dentro, sintiendo cómo su plan se desmoronaba en pedazos.
Sergio llevó a Ariana de regreso a la habitación, y cuando vio la ventana abierta, su rostro se deformó de rabia.
—¡Maldita sea! —gruñó, cerrándola de golpe y asegurándola con llave.
Se giró hacia ella como una fiera herida.
—¿Quién te dejó salir? ¡¿Fue la empleada?! —rugió, como si el solo hecho de pensar en una traición dentro de su casa lo volviera más salvaje.
Ariana no respondió. Lo miró con los ojos llenos de rabia y desprecio. Ya no tenía miedo de hablar, solo desprecio p