Los ojos de Sergio parecían incendiarse, como si en lugar de pupilas tuviera brasas ardiendo. Si su mirada hubiese sido fuego real, Ariana habría quedado reducida a cenizas.
Un escalofrío recorrió su columna vertebral, y su instinto primitivo le gritó que corriera, que huyera, pero no lo hizo.
Se mantuvo de pie, erguida, con la mandíbula apretada. El miedo estaba ahí, latiéndole en el pecho como un tambor, pero lo sostuvo con una fuerza nueva que nunca había sentido. Era una fuerza extraña, nacida de la rabia contenida y el deseo de no ceder, de no permitirle a él que la viera quebrarse.
Dio media vuelta sin decir nada y siguió caminando junto a Miranda, que iba unos pasos adelante.
—No le creas nada —susurró su amiga con rabia, sin mirar atrás—. Solo quiere intimidarte, amiga. No le creas.
Ariana asintió, tragando saliva.
Un nudo en el estómago le pesaba, pero se obligó a concentrarse en los pasos que daba, a no mirar atrás.
Subieron al auto en silencio, sin voltear una sola vez. El a