Días después…
El estruendo de los flashes y los murmullos del público llenaban el aire tenso del tribunal.
La figura de Sergio Torrealba, antes imponente y altiva, lucía irreconocible.
Con la cabeza gacha, los hombros caídos y una palidez que borraba todo rastro de arrogancia, ahora parecía un hombre al borde del abismo.
Sus ojos vacíos no parpadeaban mientras lo escoltaban al estrado. El juicio había comenzado.
Su abogado, uno de los más feroces y caros del país, intentó defenderlo con uñas y dientes.
Pero ya no había millones para comprar voluntades, ni favores que intercambiar por silencio. Todo su dinero había sido congelado, cada cuenta cerrada, cada propiedad embargada.
El poder que tanto disfrutó se le había escapado de las manos como agua entre los dedos.
—No queda nada —susurró su abogado al oído, con resignación amarga—. Prepárate.
Y Sergio lo sabía.
Aunque las pruebas eran una mezcla de verdades y manipulaciones, el resultado era irrefutable.
Eran tan contundentes, tan cuida