Marfil se quitó las gafas con lentitud, como si cada movimiento cargara con años de dolor. Su rostro estaba sereno, pero sus ojos —oscuros y húmedos— eran una tormenta al borde de estallar.
Lo miró directamente, sin vacilar.
—Señor… me está confundiendo. Yo no me llamo Ariana —dijo con voz firme, marcada por un acento extranjero que la envolvía como un escudo recién forjado.
Sergio la miró. Por fin, la miró de verdad.
Y su mente, lenta, tardó en aceptar lo que sus ojos ya sabían.
La soltó de inmediato, como si hubiese tocado una llama viva.
¡Esa mujer no era Ariana! No… no para él.
Ariana había sido perfecta. Su diosa de porcelana. Cabellos dorados que brillaban bajo la luz. Ojos claros como el amanecer.
Una sonrisa tímida que solo le pertenecía a él. Era frágil. Sumisa. Hermosa.
Era suya.
Pero esta mujer…
Tenía el cabello oscuro, recogido en un moño descuidado.
El rostro hinchado, tal vez pensó por enfermedad o fiestas… o por noches enteras de ansiedad.
Sus ojos marrones lo atravesaba