El murmullo constante del aeropuerto no era suficiente para opacar el rugido silencioso que se gestaba en el pecho de Miranda. Su respiración se cortó al verlo.
Sergio Torrealba.
Su figura imponente emergía entre la multitud como una sombra indeseada, fuera de lugar, como un mal presagio.
Caminaba a paso firme, con el rostro desencajado, los ojos encendidos de tormenta. La estaba buscando. La estaba olfateando como un animal herido rastrea al culpable de su herida. Como si pudiera oler el miedo que dejaba a su paso.
Miranda sintió que el alma se le despegaba del cuerpo.
—¡¿Qué demonios haces tú aquí?! —exclamó, intentando sonar firme, furiosa. Pero su voz se quebró, como su valentía.
Sergio se detuvo frente a ella. Su mirada no era la de un hombre cuerdo. Estaba al borde del abismo, y parecía dispuesto a arrastrarla con él.
—¡No te irás con mi esposa! —vociferó, descontrolado—. ¡¿Dónde está Ariana?! ¡Sé que no está muerta! ¡No me puedes engañar! ¡Devuélvemela!
Las palabras fueron un di