—Deja de correr como loco Alexander O'Connor, que apures tus pasos no quiere decir que llegues primero a tu primer día de clases, no van a abrir las puertas antes.
—Mujer, déjalo ser, el pobre muchacho se volverá loco si no lo sueltas de una vez, víbora gallinesca. Además, al que madruga, dios lo ayuda—Mi hermosa Víbora de cascabal me mira con esos ojitos que dios le dio y antes de responderme hace un puchero.
—Es que es mi último polluelo amor, sabes que no quiero hacerlo pasar vergüenza en la universidad, pero es tan despistado como tú mi duende Irlandés.
—Más bien, onda zen, querida—digo aferrándome a su cintura y dejando unos besos un poquito húmedos en su cuello—. Además, si lo dejas ir pronto podríamos tu y yo… ya sabes.
—Y hasta ahí te llegó lo zen, Christian O’Connor—su maravillosa risa y ese cuerpo que con el pasar de los años y nuestros cuatro hijos solo ha cambiado para satisfacer mis necesidades locas de ella son los que cada día me enamoran más.
—Dejen de hacer eso, Iugh