El asentamiento en las estribaciones de las Montañas Silvanas era un remanso de paz austera, un puñado de cabañas de piedra aferradas a las laderas como líquenes en la roca. Sus habitantes, gente curtida por el viento y las alturas, nos habían acogido con una mezcla de cautela y compasión. No preguntaron por nuestros pasados, pero en sus ojos sabios se podía leer la comprensión de que huíamos de algo. Nos ofrecieron comida caliente, lechos limpios y la seguridad de su aislamiento. El aire puro y helado de la montaña era un bálsamo para mis pulmones, y el silencio de los picos, roto solo por el susurro del viento o el lejano grito de un halcón, era un contrapunto bienvenido al ruido opresivo del castillo.
Durante los primeros días, disfrutamos de una tranquilidad robada, una pausa necesaria para sanar nuestras heridas físicas y recomponer nuestros espíritus. Mi brazo, tratado con cataplasmas de hierbas de montaña de aroma terroso, comenzó a sanar lentamente, el dolor punzant