Capítulo 34.

La promesa de las Montañas Silvanas era ahora más que un destino; se había convertido en la fuerza motriz que impulsaba cada uno de nuestros agotados pasos. Dejábamos atrás, con cada milla recorrida a través del denso y a menudo implacable bosque, la sombra alargada del castillo del rey Theron, una fortaleza de piedra y ambición que había intentado aprisionar no solo mi cuerpo, sino también mi espíritu y mi corazón.

El camino se presentaba como una prueba constante de nuestra resistencia. En tramos, la maleza se alzaba terca, enredándose alrededor de nuestras piernas como si el propio bosque intentara retenernos. Las raíces de árboles centenarios, gruesas y retorcidas, cruzaban nuestro sendero como serpientes dormidas, esperando hacernos tropezar en la penumbra. Mi brazo herido, vendado con trozos de tela arrancados de mi túnica, protestaba con un dolor sordo y punzante ante cada movimiento, un recordatorio constante de la violencia de nuestra fuga. El cansancio, un lastre
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