Capítulo 30.

El sonido metálico de la cerradura al cerrarse tras de mí resonó en la habitación, sellando mi regreso a la opulencia carcelaria que una vez había llamado hogar. Mis aposentos, con sus tapices ricamente bordados, los muebles de madera oscura tallada y las sedas suaves de las cortinas, ahora me parecían los adornos de una prisión. La familiaridad de cada objeto solo intensificaba la sensación de encierro.

Mi brazo herido palpitaba con un dolor punzante, la venda toscamente colocada por los jinetes de grifos no hacía más que exacerbar la incomodidad. Sin embargo, el dolor físico era un eco distante de la angustia que me embargaba. Aiden estaba ahora en manos de mi padre, y la incertidumbre sobre su destino era una tortura peor que cualquier herida.

Me dejé caer sobre el borde de la cama, el peso de mi cuerpo sintiéndose extrañamente ajeno. La habitación estaba silenciosa, un silencio opresivo que contrastaba con el rugido del viento en las alas de los grifos y los gr
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