Capítulo 01.

La humedad gélida del calabozo se aferraba a mí, una segunda piel fría y pegajosa que calaba hasta los huesos. Cada paso que daba era como una plegaria silenciosa para no despertar a los fantasmas de piedra que parecían observarme desde las sombras danzantes de los muros. Mi vestido negro, que había elegido con cuidado para esta incursión clandestina, se fundía con la penumbra, convirtiéndome en un espectro silencioso en los laberínticos pasillos inferiores del Castillo de Adya. Mi corazón latía con fuerza contra mis costillas, un tambor sordo que resonaba en el inquietante silencio. La adrenalina me mantenía alerta, cada nervio a flor de piel.

Girando con cautela en la intersección, primero a la derecha y luego a la izquierda, mis ojos se posaron en la imponente puerta de madera que bloqueaba mi camino. Era más ancha y alta que cualquier otra que hubiera visto, reforzada con bandas de hierro ennegrecido que le daban un aire de fortaleza inexpugnable. En el centro, una placa de bronce grababa en letras mayúsculas: "NO PASAR, SOLO PERSONAL AUTORIZADO". Una punzada de duda, fugaz, me rozó la mente. ¿Quizás... quizás esta vez debería obedecer? Pero la idea fue efímera, ahogada por la determinación inquebrantable que me impulsaba. Las normas de mi padre eran a menudo sinónimo de injusticia, y mi brújula moral siempre apuntaba en dirección opuesta. La verdad era que las reglas estaban hechas para romperse, especialmente cuando eran absurdas.

Antes de siquiera rozar la manija fría y áspera, mi mano buscó a tientas en el muro adyacente hasta encontrar un pequeño saliente casi imperceptible. Lo presioné con firmeza. Unos segundos después, el eco amortiguado de varias explosiones sacudió levemente las paredes del castillo desde el exterior. Una sonrisa apenas perceptible curvó mis labios. ¡La distracción perfecta! Los guardias, sin duda, estarían corriendo como hormigas despavoridas hacia la conmoción, dejando este rincón olvidado relativamente desprotegido. Tarareando en voz baja la inconfundible melodía de una misión imposible, esperé a que el eco de las botas y las voces agitadas se desvanecieran en la distancia. El plan funcionaba a la perfección.

Con un movimiento ágil y silencioso, giré el pesado picaporte y empujé la puerta. Un chirrido leve, casi inaudible, rompió el silencio. Me deslicé en la oscuridad cavernosa y volví a cerrar la puerta con la misma lentitud con la que la había abierto. El aire dentro era denso y pesado, distinto al del pasillo.

-Madre santa, esto está más oscuro que los secretos de mi padre -murmuré, una risa nerviosa escapando de mis labios. La broma, aunque sombría, no logró aliviar la opresión del ambiente. Una respiración profunda y áspera llenaba el aire, un sonido pesado y rítmico que no pertenecía a ningún ser humano. La inquietud se intensificó, un escalofrío recorriéndome la espalda a pesar de la humedad cálida y estancada. No estaba sola.

A tientas, mis dedos buscaron la familiar forma de un interruptor en la pared. Al encontrarlo, lo presioné. La tenue luz amarillenta de una lámpara de aceite, colgada precariamente de una cadena, se encendió, revelando la magnitud de la estancia... y a su prisionero.

Un dragón. Un colosal dragón de escamas de un negro profundo, que absorbían la poca luz existente como terciopelo oscuro. Sus ojos, dos orbes dorados que brillaban con una intensidad sorprendente en la penumbra, estaban cerrados, pero incluso así, su presencia llenaba el espacio, oprimiéndome el pecho. Caí de espaldas, el impacto contra el suelo de piedra robándome el aliento. Mi corazón latía con una furia salvaje, un tambor ensordecedor en mis oídos. Era como si el aire se hubiera vuelto más denso, dificultando cada respiración. Era... imponente. Magnífico y aterrador a la vez. Las escamas negras parecían labradas en obsidiana, y aunque no podía verlos completamente, intuía el poderío de sus músculos bajo esa armadura natural. Un olor acre, una mezcla de tierra húmeda y algo metálico, flotaba en el aire. La majestuosidad de la criatura era innegable, a pesar de las circunstancias.

Pero la calma, si es que se le podía llamar así a mi estado de shock paralizante, no duró. El dragón movió su cabeza, un leve giro que hizo resonar el tintineo de unas cadenas pesadas. Sus fosas nasales se dilataron, olfateando el aire con lentitud. Y entonces, sus párpados se alzaron. Dos llamas doradas me observaron, penetrantes, evaluándome. Se estiró, un movimiento lento y majestuoso a pesar de las cadenas que lo sujetaban, intentando acortar la distancia entre nosotros. Cuando su enorme cabeza estuvo cerca, sentí su aliento cálido y húmedo rozar mi rostro. Y entonces, sucedió algo inesperado. Su tensión pareció disiparse. Con una suavidad sorprendente para una criatura de su tamaño, dejó caer su cabeza frente a mis pies. ¿Quería... que lo tocara? Mi cerebro luchaba por procesar lo que estaba sucediendo. Esto no estaba en el plan.

Con el corazón aun latiéndome salvajemente en el pecho, extendí una mano temblorosa hacia su cabeza. Un movimiento brusco de su parte hizo que la retirara de inmediato, como si hubiera tocado una brasa. Sus ojos dorados me observaron con una intensidad palpable, una emoción compleja que no lograba descifrar, antes de volver a acercarse, ofreciéndome de nuevo su inmensa cabeza. Parecía entender mi miedo, mi incertidumbre.

-Por favor... no me hagas daño, ¿sí? -susurré, la súplica sonando ridícula incluso para mis propios oídos.

En ese instante, la razón de mi osadía, el motivo por el que me había arriesgado a la ira de mi padre y a los peligros ocultos de este castillo, volvió a mi mente con claridad. No podía fallar.

-Te sacaré de aquí, ¿entiendes? Ok, te sacaré -afirmé, respondiéndome a mí misma en la silenciosa compañía del dragón.

Las cadenas. Eran numerosas y gruesas, aprisionándolo en varios puntos de su cuerpo. Rodeaban sus poderosas patas, su cuello escamoso e incluso su imponente cola. Tenía que liberarlo.

-Bien -dije, tratando de proyectar una calma que no sentía-. Tienes que estar quieto. Te quitaré estas cosas lo más rápido posible. No tenemos mucho tiempo.

Me moví con determinación, inspeccionando los grilletes y las uniones oxidadas. Un líquido oscuro y viscoso cubría algunas de las cadenas, despidiendo un olor rancio. Al intentar desenganchar un eslabón particularmente grueso, casi pierdo el equilibrio por su peso. De repente, sentí una suave presión. El enorme dragon había tomado la cadena con su hocico y la había acercado a mí, facilitando mi tarea. Su inteligencia me dejó sin palabras.

Sorprendida por su inesperada ayuda, apoyé una mano en la pared para estabilizarme y mi palma presionó un pequeño relieve. Con un ruido sordo, una sección del techo justo encima de nosotros se abrió, revelando un tramo de escaleras oscuras que ascendían hacia lo desconocido.

-Bueno -murmuré, una chispa de esperanza encendiéndose en mi interior-. Esto está saliendo demasiado bien para ser verdad, es mejor que nos fuéramos de aquí. Este es el principio de nuestra huida.

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