Apenas amanecía cuando Leonard convocó a una reunión secreta en el pabellón de entrenamiento, una antigua sala de piedra adyacente a los establos reales. Solo tres personas estaban presentes: él, Violeta y el general Altair, comandante de las tropas de élite del reino. Era un hombre curtido por la guerra, leal a la corona y absolutamente discreto.
—¿Sabes por qué estamos aquí? —preguntó Leonard, cruzado de brazos junto a un tapiz desgastado por el tiempo.
Violeta asintió. Se sentía extrañamente más segura en ese lugar lleno de armas que entre los susurros de los pasillos de mármol.
—Porque la batalla dejó de ser política —respondió—. Y ha comenzado a ser personal.
Altair asintió, respetuoso. Luego desplegó sobre la mesa de entrenamiento un mapa del castillo y sus alrededores.
—Los Devereux han movido hombres y favores en zonas que no deberían estar bajo su influencia —dijo—. Si los rumores que llegaron de la frontera sur son ciertos, Arabella ha contactado a la casa Luthien. Y si los