El salón de mármol blanco donde la reina madre acostumbraba recibir a sus invitados era tan frío como su reputación. Las cortinas permanecían cerradas, como si el sol no tuviera permiso para entrar en ese santuario de poder. Un ligero aroma a flores secas flotaba en el aire, y cada objeto estaba perfectamente alineado, sin una mota de polvo, sin una arruga en las tapicerías. Aquel lugar no permitía el caos. Ni la debilidad.
Lady Violeta Lancaster entró con pasos firmes. Sus manos estaban frías, pero su rostro se mantenía sereno. Había aprendido a caminar sobre brasas con apariencia de seda.
La reina madre Isolde ya la esperaba, sentada en su sillón alto, vestida con un traje negro profundo ribeteado de hilos dorados. No llevaba corona, pero no la necesitaba. Su sola presencia bastaba para imponer silencio.
—Lady Lancaster —dijo sin moverse—. Qué puntualidad… admirable.
Violeta hizo una leve reverencia, manteniendo la mirada baja el tiempo justo para demostrar respeto, pero no sumisión