El eco de pasos suaves y arrastrados resonaba en las galerías del ala oeste como si el tiempo mismo dudara en avanzar. El príncipe Leonard de Theros, después de varios días de convalecencia, abandonaba su habitación por primera vez. Su andar era lento, casi solemne. Llevaba el cabello algo revuelto, la camisa desabotonada en el cuello y un leve temblor en la mano izquierda que no era del todo fingido. Pero sus ojos… sus ojos estaban más lúcidos que nunca. En ellos no había fiebre ni delirio, solo una determinación apagada, íntima, que lo empujaba paso a paso hacia donde sabía que encontraría a Violeta.
Había ensayado durante horas lo que le diría. Cómo la miraría. Cómo haría que viera en él no al príncipe heredero, no al hijo de la reina ni al joven que alguna vez la despreció sin siquiera entenderla… sino al hombre que, contra todo lo que creía posible, había empezado a amarla.
Pero cuando la vio, de pie junto a la fuente del jardín de mármol, con su cabello recogido en una trenza ap