Violeta Lancaster caminaba por los pasillos del ala norte del palacio como si estuviera descalza sobre cristales. No porque no supiera a dónde iba, sino porque cada paso que daba la acercaba a una bestia que no devoraba con garras, sino con palabras y promesas rotas. El rostro de la reina madre Isolde, majestuoso y severo como una escultura, se mantenía fresco en su memoria desde la última vez que se enfrentaron. A pesar del calor del mediodía, las paredes del palacio parecían exhalar un frío que no venía del clima, sino del hielo que habitaba el corazón de esa mujer.
Violeta había decidido fingir sumisión. No por cobardía, sino por estrategia. Si iba a descubrir la verdad sobre lo que le había sucedido, si realmente quería acercarse a la raíz de todo aquel enredo de intrigas y traiciones, debía primero envolver a la serpiente en su propia piel. No bastaba con vigilar desde lejos: tenía que mirar a la bestia a los ojos… y sobrevivir.
Cuando entró en el salón privado de la reina madre,