La noche había envuelto la ciudad en un manto de luces distantes y murmullos apagados. Desde la ventana del pequeño apartamento, Emma podía ver el reflejo de los rascacielos, parpadeando como estrellas modernas que nunca dormían. Afuera, Nueva York continuaba su ritmo frenético, pero dentro, la calma parecía haberse instalado… al menos en apariencia.
Leonard yacía recostado en el sofá, con una manta cubriéndole las piernas, observando cómo Emma pasaba las páginas de un libro con la concentración tranquila de quien busca un refugio en la lectura. Pero en su mente, las palabras que había visto en la pantalla esa tarde seguían ardiendo. La figura que se asemejaba tanto a Lady Violeta Lancaster no lo dejaba en paz.
Se removió un poco, incómodo, y la miró.
—Emma… —dijo, rompiendo el silencio—. Puedo preguntarte algo… y necesito que me respondas con total honestidad.
Ella alzó la vista, arqueando una ceja, pero dejó el libro a un lado.
—Claro, Leonard. ¿Qué ocurre?
Él inspiró hondo.
—Cuando