Habían pasado dos días desde aquella conversación en la que Leonard, inquieto, confesó haber visto a Lady Violeta Lancaster caminando entre la multitud. Emma había intentado calmarlo, asegurándole que no era más que un espejismo de su mente perturbada por tantos recuerdos entrelazados con la ficción. Aun así, la sensación de que algo permanecía inconcluso rondaba en el aire como un presagio.
Esa mañana, Emma recibió una llamada inesperada de la editorial con la que solía colaborar en sus reseñas críticas. Le pidieron que se presentara de inmediato en la oficina central, pues la nueva editora jefe quería reunirse personalmente con ella para discutir un proyecto ambicioso. Leonard ofreció acompañarla, pero Emma se negó con suavidad; no era una cita social, y además, deseaba evitar que Leonard siguiera cargando con aquella obsesión por figuras del pasado.
La segunda sede editorial se erguía en un antiguo edificio de piedra restaurada, con grandes ventanales que dejaban entrar la luz del