La tormenta persistía como si el cielo mismo se negara a conceder un respiro. Afuera, el viento golpeaba las ventanas con la furia de un dios olvidado, y dentro de la pequeña cabaña, el silencio que vino tras el abrazo se volvió más atronador que cualquier trueno.
Lady Violeta Lancaster no dijo nada cuando el príncipe Leonard de Theros la abrazó para calmar su sobresalto. Su cuerpo se había tensado al principio, rígido como si hubiera tocado fuego, pero luego se permitió respirar en su cercanía. Durante unos segundos eternos, había cerrado los ojos. Había dejado que el calor de él —sus brazos, su voz, su olor a madera y lluvia— la envolvieran como un refugio.
Y ahora se odiaba un poco por eso.
Se apartó lentamente, con una sonrisa fría que no llegaba a sus ojos.
—Gracias, alteza. Ya estoy bien —murmuró con una cortesía afilada.
Leonard alzó una ceja, apenas notoriamente. No dijo nada, pero sus ojos la siguieron mientras ella se alejaba de la chimenea y se sentaba en el diván, con la m