La lluvia no cesaba aquella tarde, como si el cielo compartiera el dolor contenido de Lady Violeta Lancaster. En los jardines del palacio, envuelta en una capa de terciopelo azul noche, caminaba sin rumbo, sin destino, sin esperanza. Las flores comenzaban a marchitarse, tal como su corazón, y el perfume de las camelias, que antes le parecían tan vivas, hoy le resultaban ajenas, tristes, marchitas.
—¿Cómo llegué a esto? —susurró, deteniéndose frente al estanque. Su reflejo temblaba sobre el agua, deformado por las gotas de lluvia—. ¿Cómo fue que me enamoré de alguien que no debía? ¿De alguien que nunca recordaría lo que fuimos?
Violeta bajó la mirada y apretó los puños. El príncipe ya no era el mismo. Desde el día del baile, tras aquella copa envenenada que ella no logró impedir, su mirada había cambiado. Su sonrisa era distinta. Él se alejaba de ella con una frialdad que helaba su alma.
Ya no buscaba su compañía en las tardes como antes. Ya no le hablaba de las constelaciones ni le ac