El viento azotaba su rostro como bofetadas de despedida. Cada paso que daba sobre la tierra mojada era una promesa de no volver atrás. El carruaje la esperaba al borde del sendero, cubierto por capas de lona para protegerla del frío, pero no existía tela alguna que pudiera abrigar lo que se congelaba dentro de ella.
Se detuvo a medio camino. Giró la cabeza. Desde esa colina aún podía ver las torres del castillo en la distancia, recortadas contra un cielo gris, como cuchillas que desgarraban el horizonte.
—¿Por qué duele tanto? —susurró, llevándose la mano al pecho—. Si se supone que ya no le importo… si yo ya no debería sentir nada.
Pero sentía. Sentía cada latido como un castigo, cada respiración como una traición a su propia decisión. Huir fue su elección, pero no por cobardía… sino por dignidad.
Había visto a Leonardo. Había escuchado sus palabras dulces… pero no para ella. Había presenciado el calor de su voz, el modo en que bajaba la mirada tímidamente… pero hacia otra mujer.
El