Habían pasado varias semanas desde aquella noche del baile. Desde aquella copa. Desde aquella mirada que dejó de reconocerla. Las estaciones parecían confundidas, porque aunque los árboles florecían y el aire se volvía más cálido, Lady Violeta Lancaster sentía que vivía dentro de un invierno que no acababa. Un invierno que no traía nieve, sino silencio. Que no traía viento, sino vacíos. Un invierno que no quemaba la piel, sino el alma.
El príncipe Leonard ya no la buscaba. No la miraba. No pronunciaba su nombre con ese dejo de ternura que solía enredarse entre sus labios cuando creía que nadie los escuchaba. Ahora su voz era formal, cortés, distante. Un tono que Violeta conocía muy bien, porque durante meses fue el único que él usó con ella, cuando aún la despreciaba. Cuando ella era solo una pieza más del ajedrez cortesano. Solo que esta vez… dolía mucho más. Porque ahora sabía lo que era tener su atención. Sabía lo que era tener su amor.
Y ahora, todo eso había desaparecido. No como