El amanecer llegó envuelto en un aire más espeso de lo normal, como si el palacio entero supiera que algo estaba a punto de cambiar. Emma —aún dentro del cuerpo de Lady Violeta Lancaster— llevaba horas sin dormir. La carta que recibió la noche anterior seguía desplegada sobre su escritorio como una amenaza silenciosa.
“Una reina sin corona aún puede perder la cabeza.”
El mensaje no llevaba firma. No lo necesitaba.
Solo alguien como la duquesa Eloise Lancaster escribiría algo así con tanta sangre fría y tanta elegancia.
Emma apretó los puños. Aquel papel no era solo una amenaza. Era una declaración de guerra.
Y si Eloise quería una guerra… la tendría.
Ese mismo día, Emma ordenó a su doncella de mayor confianza —la joven Callie— que preparara su carruaje. Nadie debía saberlo, ni Leonard, ni los consejeros, ni siquiera los guardias del ala oeste.
—Dile que voy a la residencia de campo de Lady Rosamund —mintió con naturalidad—. Solo tú sabes la verdad. Y si alguien pregunta, diles que me