Valeria
No sabría decir exactamente cuándo ocurrió. Tal vez fue una acumulación de gestos, de mañanas compartidas, de silencios que ya no pesaban. Pero de pronto, sin darnos cuenta, Fernando y yo habíamos vuelto a vivir como una pareja real. Con rutinas, con cansancio, con risas tontas después de un día largo.
La primera vez que me desperté y lo encontré preparando café en la cocina, silbando una canción que no reconocí, supe que algo había vuelto a encajar. No me vio entrar, y me quedé ahí, apoyada en el marco de la puerta, viéndolo moverse con esa nueva confianza que había ido construyendo día a día.
—Buenos días, dormilona —me dijo sin voltearse, como si hubiera sentido mi presencia.
—¿Cómo supiste que estaba aquí?
—Porque siempre me miras así cuando crees que no me doy cuenta —sonrió, girando hacia mí con una de las tazas en la mano—. Como si fuera algo extraordinario.
—Es que lo eres —le respondí, tomando mi café—. Y no lo digo para halagarte.
—¿Ah, no? —se acercó, cogiendo su ta