Cuando el último latido abandonó su pecho, Silas no cayó al vacío.
Su cuerpo se deshizo en un soplo, en partículas ligeras que el viento arrastró como si fueran ceniza. Pero no era ceniza: era humo espeso, neblina viva, memoria suspendida entre la vida y la muerte.
Al principio creyó estar perdido. No tenía manos, ni voz, ni ojos con los que llorar. Era apenas un murmullo flotando entre los árboles, un fragmento de alma desgarrada. Y aun así, su instinto lo empujó a buscarla. Vida. Su nombre vibraba en cada brizna de aire que lo sostenía.
Se convirtió en sombra y aliento. La siguió a todas partes: en las madrugadas cuando ella se quebraba en silencio, en el bosque cuando gritaba de rabia, en las noches en que deseaba abrazarla y no podía. Él estaba allí, siempre, invisible, sintiendo la impotencia como un tormento que lo hacía más denso, más espeso.
Los días pasaron —si es que el tiempo aún existía para él— hasta que recordó que, dentro de una selva maldita, vivía una bruja olvidada