Il Cervo.
El nombre retumbaba en su mente como una campana vieja que nadie se atrevía a tocar. Aquel apodo —el Ciervo— no era casual. Lo llamaban así por su habilidad para moverse entre territorios enemigos sin dejar rastro. Astuto. Rápido. Letal. Un cazador que parecía presa… hasta que se acercaba.
Isabella no habló del tema durante días. No le dijo nada a Dante, ni siquiera a Francesca. Pero en secreto, comenzó a trazar su mapa de cacería.
Contrató a un exagente de inteligencia italiano. Matteo Lanzi. Un hombre de rostro marcado por el tiempo y la traición. No le interesaba el dinero. Le interesaba el juego.
—Il Cervo es un mito, señora —le dijo en su primer encuentro—. Algunos dicen que está muerto. Otros que trabaja como asesor militar para gobiernos corruptos. Y algunos más… que vive en una finca abandonada al sur de Calabria, donde entrena huérfanos para convertirlos en sombras.
Isabella no pestañeó.
—Encuéntralo. Tráeme pruebas. Nombres. Rostros. Huellas. No me impo